Cerró suavemente la puerta al salir, sin atreverse siquiera a mirarla. No se despidió. Aquel último desencuentro le proporcionó la cortina de humo que necesitaba desde hacía tiempo y escapó. Se fue en absoluto silencio, tal y como vivió a su lado, llevándose consigo las palabras que ella tanto necesitó escuchar. En su maleta, dobladas cuidadosamente las razones que nunca esgrimió, su permanente insatisfacción con la vida, su adicción a la melancolía y su orgullo sin dosificar. Su mundo entero cabía en la pequeña valija que durante algún tiempo, apenas ocupó un lugar absolutamente desapercibido en la casa, como si siempre se hubiera sentido de prestado, como si nunca hubiera tenido intención de quedarse y aquél, fuera el final previsible que ella intuyó desde el principio, tratando desesperadamente de convertir su colección de silencios y desencuentros, en una historia de amor.
Ella se quedó varada donde él la dejó, a la zaga de su vida. Parecía formar parte del mobiliario, sentada y encogida en el suelo, en un rincón bajo la ventana. Sumida en el desconcierto que llega sin pedir permiso, permaneció durante horas abrazándose las rodillas húmedas que acogían las lágrimas que goteaban desde su mentón.
Mantuvo los ojos fijos en la puerta, deseando que volvieran a sonar sus pasos ante el umbral. Miraba sin pestañear el tenue resplandor que se colaba por el espacio que quedaba entre la madera y el suelo, esperando a que, quizás en un atisbo de sensatez, la sombra de la reconciliación se deslizara de nuevo por debajo de la puerta. Pero sólo hubo oscuridad cuando la luz de la escalera cedió, por fin, al escaso tiempo que se le había concedido para alumbrar la cobardía de aquella fuga anunciada.
La noche se había precipitado por los cristales inundándolo todo cuando se levantó del suelo y recorrió a oscuras cada rincón de la casa, buscando huellas de su olor en los rincones. Abrió despacio los cajones, allí seguían como siempre, llenos de tórridas pasiones guardadas e incendios callados, condenados al destierro de aguardar su deseo. Bajo la cama, amontonados, los suspiros de amor que escondió durante años, disimulando así la torpeza de saberse amando un corazón inaccesible. Y también, cubiertas por el polvo de la indiferencia, cientos de miradas furtivas, al abrigo de la noche, mientras él dormía escapando de los demonios que siempre terminaban por alcanzarlo al alba.
Se sintió invadida de nuevo por el silencio y una conocida sensación de tristeza que se paseaba a sus anchas por toda la casa, con la naturalidad que otorga la costumbre, como si viviera allí desde hacía mucho tiempo. Se detuvo delante del espejo, buscando asomarse con desesperación a las ventanas de aquel alma inalcanzable al que amaba hasta el dolor. Buscó en vano el reflejo de aquellos ojos en los que ya nunca podría perderse para siempre, y tropezó entonces con los suyos propios, oscuros e insondables, unos ojos que la miraban desde el otro lado del cristal, llenos de amor y de serenidad. Se encontró con su propia hondura, amándola como nadie lo había hecho jamás, abrigando desde lo más profundo del corazón, el frío de aquella soledad malentendida. Porque ella, en realidad, jamás había estado sola. Se reconoció al verse de nuevo, y fue entonces cuando se dió cuenta de que aunque allí solo estaba ella, en realidad nada había cambiado. Encendió una luz, bajó la mirada, y sonrió…
Texto: Sandra Oval
Hola Sandra! Me has sacado una sonrisa con el comentario que enviaste por guasap
jajajaja. muchas gracias Mercedes!
Me ha encantado. Gracias
Me encantó….pero me quedo con la última frase «Encendió una luz, bajó la mirada, y sonrió…» así es y será siempre. 😁
A ti por leerme.