Lo que esconden los tejados

Lo que esconden los tejados

En un segundo interior de un edificio cualquiera, un viejito se levantó hace ya un buen rato, arregló la cama y se sentó a desayunar solo en la mesa de la cocina. Y mientras pela lentamente una naranja y la desgaja, como si de su vida se tratase, escucha por un hueco de sus recuerdos la voz de ella…No se ha dado cuenta de que se le está enfriando el café…
En un tercero frente a una pequeña plaza, un hombre toma un té a solas, de pie en la cocina. Tiene la mirada perdida a través del cristal de su ventana. La ama profundamente, pero ella jamás lo sabrá. Sabe que su miedo es inútil, sólo es un modo de borrar el presente viviendo en un mundo imaginario. Vive día a día disfrazando de sentido su soledad. Pero sabe que sin ella todo es gris, como una infancia sin abrazos…
En el cuarto izquierda de otro de esos edificios una pareja se deshace en silencios. Se ha borrado el camino que los condujo al punto donde están y no saben cómo volver atrás. Quizás ése es el momento en el que hay que decir adiós. Ese momento en el que estando con alguien, lo echas de menos. Ese momento en el que en vez de coleccionar momentos, coleccionas ausencias…
En el cuarto izquierda de otro de esos edificios una pareja se deshace en silencios. Se ha borrado el camino que los condujo al punto donde están y no saben cómo volver atrás. Quizás ése sea el momento en el que hay que decir adiós. Ese momento en el que estando con alguien, lo echas de menos. Ese momento en el que en vez de coleccionar momentos, coleccionas ausencias.
En un quinto sin ascensor, una mujer enamorada pasa las horas cosiéndose las heridas con ovillos de nostalgia. Lleva las manos de él y su aroma grabados en la memoria de la piel, que la mantiene atrapada en un duelo eterno que se resiste a cerrar. Y cada noche, espera impaciente a que muera la tarde para correr las cortinas y echar los cerrojos. Le gusta dejar la noche fuera, encender algunas velas y sentarse a cenar con sus recuerdos…
En el ático derecha, él se despierta siempre pronto, con tiempo para amarla antes de ir a trabajar. En cambio a ella, más dormilona, le cuestan las mañanas. Él la despierta suavemente con una fila de besos tiernos en la nuca, mientras la acaricia despacito hasta donde la espalda pierde su nombre. Ella, remolona, se entrega a él como una flor que se abre al rocío de la mañana y se deja hacer. Ella se levanta a hacer el café demasiado fuerte para él. Él vuelve a quemar las tostadas por atender a la radio. Ella sonríe mientras le arregla el nudo de la corbata antes de salir, después de tantos años él sigue sin saber hacerlo. Él también sonríe mientras ordena el caos del baño después de que ella salga… Se aman profundamente porque después de tantos años, aún encuentran belleza en cada una de sus imperfecciones…
Y en la terraza de un hotel de Madrid, dos amigos con mucho vivido a las espaldas, se encontraban después de algunos meses y se toman un vino. Él parece cansado, le cuesta ahora un poco la vida. Ella sin embargo, se siente completa y libre, aunque los dos saben que no siempre fue así…
Y cómo es la vida…!! Allí estábamos los dos, fundidos en un abrazo y a pesar del dolor, soñando con encontrar el amor de nuevo. Aunque cuando miras a tu alrededor, hacia los tejados que albergan las historias de cualquier ciudad, piensas …y en realidad, quién no?
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Derecho de admisión

Derecho de admisión

A estas alturas de mi vida, me he ganado a pulso el poder decir: “Me reservo el derecho de admisión…”
Si no vienes con ganas de echarle arrestos al camino aunque te hayan saqueado la vida, con la sonrisa por bandera y dispuesto a volar por tu cuenta, será mejor que continúes tu viaje. No esperes encontrar en mi a alguien que te rescate de tu pasado o de tus miedos. Nadie puede salvarte más que tú mismo. Aprendí bien esa lección y créeme si te digo que la tengo grabada a fuego en la frente para verla cada mañana cuando me miro al espejo.
No pienso volver a perder el culo tratando de caminar detrás del decidido y orgulloso paso firme de nadie. Al final siempre termino desgreñada, intentando seguir un ritmo imposible, con la lengua afuera y los ojos desorbitados, tratando de disimular estoicamente que perdí la dignidad en algún recodo del camino.
Paso de los indecisos, de los que no saben si quieren o no. De los que no saben lo que quieren, ni cuando lo quieren, ni si lo van a querer algún día o si no, aunque puede que sí, pero igual no…No me quedaré a ver mutilar margaritas. Tampoco tengo intención de sentarme a esperar a que llueva café con quien no sabe qué hacer para matar el tiempo. Yo al tiempo lo quiero vivo e intenso y lo exprimo siempre que puedo; matarlo de momento no entra en mis planes…
Pasa de largo si no estuviste en la fila el día que repartieron la franqueza y eres de los que prefieren no hablar las cosas y sufrirlas en silencio como las hemorroides. Ya no tengo edad para adivinanzas y tampoco permitiré que nadie vuelva a torturarme con silencios impuestos, agrediéndome despiadadamente con ellos sin ensuciarse las manos.
Paso de los que prefieren un disfraz a desnudarse por completo y mostrar a la luz sus imperfecciones. Paso de los que se atrincheran esperando el mejor momento para actuar o para salir corriendo sin mirar atrás, juzgando todo aquello que no se atreven a vivir.
Paso de gurús, de resabidos, y de ilustres. Paso también de protocolos, de reverencias y de composturas frágiles y rebuscadas que no sé ni lo que significan. Creo firmemente en que en la sencillez está lo auténtico y eso me lo aplico para todo.
A mi me gusta pisar los charcos y llenarme las botas de barro, preguntar lo que no sé y decir siempre lo que siento. No voy a ningún sitio sin mi ingenuidad y curiosidad natas a las que despierto cada mañana con un buen café negro.
Me niego a volver a pasar hambre, maldita sea. Hablo de hambre con mayúsculas, de esa que va matando sin escrúpulos las ilusiones y el amor por uno mismo. Hambre de risas espontáneas, de las que brotan sin permiso cuando haces el ridículo, o cuando parece que ya nada puede salir peor. Hambre de caricias al alba, de miradas cómplices que susurran sin voz, de despertares del alma, de atardeceres en calma, de noches de pasión y desvelos…
Me niego a perseguir lo que la corriente se llevó demasiado lejos, lo que no me quita la sed ni me abraza los suspiros, lo que me mantuvo dormida sin un sueño que cumplir y con demasiadas asignaturas pendientes.
Me niego a negociar libertades. No voy a renunciar al privilegio de elegir si mañana quiero despertar en Katmandú fotografiando un amanecer o si prefiero pasarme la tarde de un lunes en pijama, leyendo entre sábanas de algodón, con la tristeza encendida y el teléfono desconectado. Quiero ser libre de soñar despierta, de abrigar recuerdos, de lanzarme a ciegas, de guardar silencio, de volar sin más…
Así que se admiten aquellos que quieran estar de verdad durante el tiempo que decidan quedarse. A los que vivan aquí y ahora. A los que sueñen y persigan sus sueños como locos sin importarles una mierda lo que pensemos los demás. A estas alturas ya sólo puedo permitirme gente auténtica. Esa que se ocupa de vivir y no se preocupa de nada más.
Se admiten a los que sienten a lo grande. A los que vienen con todo. Gente con los brazos abiertos y el alma desnuda. A los que les da igual quedarse con el culo al aire con tal de hacer lo que de verdad sienten y que les hace piruetas en las tripas.
Se admite a valientes con el corazón lleno de cicatrices, a imprudentes con remiendos en el alma y las manos llenas de ganas. Aquellos que vuelven una y otra vez a dar la cara, a riesgo de que se la partan, pero capaces de mirarte a los ojos y mostrarse sin disfraces ni envoltorios, tal y como verdaderamente son y se deciden, sin más, a acompañarte un trecho del camino…
Me encontrarán aquí o allí. Donde he estado siempre o donde me lleven mis pasos. Ahora más completa, más consciente, más libre y, a partir de hoy… con un año más en la mochila…

Texto: Sandra Oval

Foto Portada: Antonio Sánchez Domínguez

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La foto que nunca hice

La foto que nunca hice

A través de una ventana enrejada que invadía parte de la acera, la vi sentada en una desvencijada silla de madera, a solas en medio de un pasillo oscuro y junto a una puerta entreabierta de la que apenas salía luz.
Parecía estar doblando, con la parsimonia de quien no tiene más que esperar a que el tiempo se acabe, pequeños paños blancos que cuidadosamente iba colocando sobre sus rodillas. Su piel negra como el azabache contrastaba con el único atuendo que llevaba puesto, un camisón blanco y arrugado que le quedaba muy grande, dejando a su delgado cuerpecito perderse dentro. Su rostro mostraba el implacable paso de los años y llevaba el poco pelo que le quedaba, recogido bajo un pañuelo azul flojo anudado en la nuca.
Levantó la mirada y nuestras vidas se cruzaron en el preciso instante en que mis ojos se acostumbraban a la oscuridad en la que ella vivía. Aquella escena era sin duda un fotografía única, de esas en que con un simple disparo, cuentas toda una historia. Una oportunidad que pocas veces te tropiezas en un viaje y que consiguen que el esfuerzo de volar miles de kilómetros con el equipo fotográfico a cuestas, valga la pena.
Levanté mi cámara y las cejas en un mismo gesto, pidiendo permiso para fotografiarla. Me dijo que no con un dedo. Y sin preguntar nada más, bajé despacito la cámara y me quedé delante de la reja, sin consuelo y sin poder dejar de mirarla.
Ella siguió con su tarea aparentando indiferencia, aunque advertí, al cabo de unos segundos, que me miraba por el rabillo del ojo. Supuse que comprobaba si yo había desaparecido o si trataba de robarle un retrato prohibido. Al cabo de unos minutos y al ver que no tenía intención de marcharme, me sonrió tímida y me hizo señas para que entrara…
Después de ofrecerme la única silla que tenía y de indicarme cómo debía colocar la pata que tenía podrida para poder acomodarme sin caerme, se presentó y nos sentamos en medio de aquel pasillo tétrico y lleno de cucarachas que correteaban con descaro alrededor de nuestros pies. Contuve a duras penas el pánico que les tengo. No me sentía con derecho a tener miedo porque aquella amable mujer no se merecía tal falta de consideración por mi parte. Decidí dejar de mirar el suelo y perderme en sus ojos tristes en los que aún se adivinaba cierto desparpajo de juventud.
Terminó de doblar lo que me explicó, eran paños de vendaje con los que ella misma se curaba una úlcera en la pierna que padecía desde hacía más de un año y que no llegaba a cicatrizar. Como algunas heridas del alma, pensé. Que no llegan a cerrarse aunque pase una vida entera.
Rosa Mancebo me contó su vida y preguntó por la mía. Hablamos de amores olvidados, de amores del pasado y de amores prohibidos, a los que nombramos bajando la voz y tapándonos la sonrisa cómplice de la boca, como si se pudiera esconder el placer de haberlos vivido.
Rosa vivía de la caridad de sus vecinos. Y mientras conversábamos sin pensar en el tiempo, compartió conmigo la poca fruta que alguien le había llevado. La degustamos allí mismo, sentadas en aquel pasillo sucio y destartalado justo delante de la puerta de su «casa» que no era más que un pequeño trastero de cinco metros cuadrados y sin ventilación, que alguien le alquilaba por unos pocos pesos. En aquel espacio donde sólo había una cama con un colchón vencido y una cómoda rescatada de algún lugar de su pasado, apenas había sitio para moverse. Una diminuta cocinilla con el esmalte oxidado y apoyada sobre una madera podrida, era toda su cocina. Y en un escueto rinconcito, una mesita de tres patas sostenía los rostros enmarcados de aquellos a quien ella amó alguna vez…
Mientras observaba perpleja mi patético intento de acabarme aquella pringosa chirimoya, se burló de mí con un fingido reproche y me invitó a entrar en su pequeño hogar. Sin decir una palabra y antes de que pudiera negarme, empezó a lavarme cuidadosamente las manos en una palangana, vertiendo poquitos de agua desde un pequeño cubo de plástico. Porque Rosa, en el cuchitril donde llevaba viviendo los últimos quince años de su vida, no tenía lavabo, ni ducha, ni sueños. Pero a aquella pequeña mujer, de rostro surcado por el dolor del olvido, le sobraba grandeza, hospitalidad y ternura. 
Algunas horas después, y cuando llegó el momento de irme, me acompañó hasta la calle. Recorrimos esos pocos metros en silencio mutuo, aceptando lo efímero de aquel cruce de caminos.  Y ya en la reja, me agarró de la mano, me miró a los ojos y me dijo:
– Gracias «mija»…
– Gracias a usted, Rosa. Dije intentando deshacerme del nudo que se me aferraba a la garganta y que no me dejaba hablar. Por recordarme que las mejores fotografías no se hacen con una cámara.
2018. Santiago de Cuba.

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Morir de a poco

Morir de a poco

Hay quien cree que sólo se muere una vez y para siempre. También abunda quien piensa que hay que mantenerse vivo a toda costa y retrasar, incluso a cualquier precio, ese temido momento para el que nadie está preparado. Quién sabe. Quizás tengan razón.
Aunque a mí lo que me aterra no es morirme del todo y para siempre, como decía mi padre. Sino morirme poco a poco y sin darme cuenta, siendo esclava de mis propias renuncias.
Olvidar cada día un poco más lo que de verdad me apasiona y me hace sentir viva. Terminar enredándome en la madeja de la rutina hasta ser incapaz de respirar.
Lo veo a mi alrededor todos los días. Me veo a mí misma en otras vidas, en otras realidades repetidas. En tantas mujeres completas viviendo a medias, desapareciendo tras la forzada sonrisa del conformismo. Justificando el abandono prematuro de los sueños. Dándose la espalda para sobrevivir. Muriendo poco a poco en la trinchera infinita de los propios miedos.
Eso es lo que de verdad me aterra, morir. Pero morir despacio de puertas adentro y sin darme cuenta. Y tener que convivir para siempre con el ruido de mi propio fantasma, arrastrando la pesada condena de haberme olvidado de cómo vivir.
Fotografía y Texto: Sandra Oval
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Quédate con quien te lo ponga fácil

Quédate con quien te lo ponga fácil

Quédate con quien te lo ponga fácil, con quien te diga lo que piensa sin andarse con rodeos, con el valiente que venga con todo, sin remilgos, ni recovecos, ni excusas. Quédate con quien desnude sus sentimientos y se quede con el culo al aire, sin disfraces ni abalorios, con quien te abra de par en par su corazón, te invite a entrar y te diga a la cara “quiero que te quedes”…

Quédate con quien que te robe los besos y el pudor, con quien que se atreva a doblegar tus dudas y hacer con ellas un ovillo con los que coserte un pijama de besos. Quédate con quien te envuelva la alegría de su risa en papel de regalo y te la deje junto al café cada mañana del año. Quédate con quien se beba a grandes tragos tu desparpajo y cocine a fuego lento la confianza infinita con la que abrigarte los miedos.

Quédate con quien no pida explicaciones a tus días grises y te ofrezca sin hacer preguntas, refugio bajo el paraguas de su silencio cómplice.
Quédate con quien pise los charcos contigo y se llene de barro la ropa y se quede a comerte la boca bajo un intenso aguacero. Quédate con quien pueda ver tu voz y tu alma, con quien te muerda las ansias y te arranque de una sola vez la ropa y los prejuicios.
Quédate con quien te lo ponga fácil. Con quien puedas de verdad ser tú. Con quien encienda la luz y te agarre de la mano. Quédate con quien no se amilane por los embates del mar y mantenga el rumbo firme hacia el horizonte infinito…y ya no te suelte jamás…
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