Los recuerdos son grandes espacios vacíos que a menudo se recorren en silencio. Nunca he sido de mirar atrás para agarrarme desesperadamente al fantasma de ninguno de mis momentos felices. Tampoco he perdido demasiado tiempo revolcándome en el dolor, aunque tengo que reconocer, que en ocasiones aún me sorprendo lamiéndome alguna herida a la que le sigue costando cicatrizar. Las heridas son como las personas. No todas te duelen igual.
Pero a lo largo de este último año, he sentido la necesidad de mirar atrás con más frecuencia de lo que es habitual en mí. Como los moribundos, de los que dicen que se les pasa la vida por delante como fotogramas de una película, he vuelto a recorrer la mía lentamente, deteniéndome en todos y cada uno de aquellos rincones de mi mente que llevo para siempre tatuados en la piel. He llorado y reído a partes iguales, y es que todo se ve distinto con la mirada de la madurez y la distancia que otorga el tiempo.
Supongo que me ha tocado hacer balance a lo largo de todo un año de soledad elegida y de pérdidas impuestas. He llegado a la conclusión de que en este punto del viaje, las prioridades cambian. Y aunque sigue siendo difícil elegir un camino por el que continuar, es mucho más fácil reconocer aquello a lo que ya no estás dispuesta a renunciar.
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