Llegamos a Kolmanskop por la tarde. Esperábamos poder fotografiar la famosa ciudad fantasma al atardecer, con esas luces mágicas a las que yo soy tan adicta. Sin embargo nos encontramos con una valla que nos impedía el paso y un guarda ensimismado barriendo arena alrededor de una garita solitaria donde, en principio, podríamos adquirir el permiso para entrar por la mañana.
Mientras Pocket, mi compañero, se bajaba del coche para preguntar si podíamos pasar, me quedé pensando en si realmente aquel hombre de uniforme desgastado estaba barriendo la arena del desierto. El mismo desierto imponente que nos rodeaba en aquel momento a los tres y que invadía por completo la ciudad fantasma de Kolmanskop que esperaba, justo delante de nosotros, en el más absoluto abandono. ¿Está barriendo el desierto? ¿En serio?

A la mañana siguiente y después de desayunar un café recién hecho y un poco de pan con mantequilla, nos dirigimos a la pequeña ciudad fantasma. Construida a principios del siglo XX para alojar a las familias de mineros de diamantes de la zona, sucumbía triste al embate del tiempo y al asedio de un desierto indómito que sin pedir permiso, la iba enterrando lentamente bajo toneladas de arena.
No había nadie cuando llegamos. Amanecía. Sacamos nuestras cámaras, nos echamos las mochilas a espalda y tomamos direcciones diferentes.
Kolmanskop nos abrió de par en par las puertas de sus historias enterradas bajo el olvido. Y nosotros nos olvidamos del tiempo. Nos perdimos entre sus paredes descoloridas y los tristes suelos de madera que crujían como ahogados lamentos bajo nuestros pies. Las voces de los niños correteando por las estancias ahora desoladas, retumbaban en el eco del silencio sólo interrumpido por el aullido del viento que, deslizándose entre las bisagras oxidadas de las escasas puertas que aún quedaban en pie, parecía ser el único habitante permanente de aquel aciago lugar.
Como si el tiempo pudiera plegarse, se abrió ante mi un escenario repleto de vidas ajenas. De pronto había luz en las estancias, los colores emergieron de las paredes, los tablones del suelo, encerados. A mi alrededor, alacenas llenas de platos, libros amontonados, colchas sobre las camas, juguetes por el suelo, bullicio en la cocina. Ruido.
Sin poder evitarlo, en cada rincón, en cada recoveco, me fueron invadiendo los susurros del pasado. Mujeres pariendo a la luz de los candiles, aromas de rebanadas de pan caliente y café recién hecho flotando escaleras arriba, confesiones escondidas entre páginas de un diario furtivo oculto bajo el colchón, amores clandestinos, canciones de cuna, sueños imposibles…
De repente me convertí en un espectador privilegiado, pasaba completamente desapercibida entre ellos, invisible a sus ojos, disfrutando de aquel ir y venir de vidas trenzadas en historias de amor, dolor y esperanza. Quizás porque ellos no me veían a mí, me sentí libre de observar y escuchar sin pudor. Y fue entonces cuando caí en la cuenta del ruido que hacen los demás en nuestras vidas. Un ruido al que nunca prestamos atención, salvo cuando nos invade el implacable silencio que deja en el alma la ausencia de alguien. Y de pronto te quedas sin luz, se apagan los colores y te entierras en el olvido.

Mientras aquellas tristes paredes me contaban sus historias. Me senté en aquel desvencijado suelo de madera cubierto de arena y escuché en silencio y sin prisas, todas las historias que aquellas paredes olvidadas quisieron contarme a través de mi objetivo.
Texto y Fotografías: Sandra Oval