La foto que nunca hice

La foto que nunca hice

A través de una ventana enrejada que invadía parte de la acera, la vi sentada en una desvencijada silla de madera, a solas en medio de un pasillo oscuro y junto a una puerta entreabierta de la que apenas salía luz.
Parecía estar doblando, con la parsimonia de quien no tiene más que esperar a que el tiempo se acabe, pequeños paños blancos que cuidadosamente iba colocando sobre sus rodillas. Su piel negra como el azabache contrastaba con el único atuendo que llevaba puesto, un camisón blanco y arrugado que le quedaba muy grande, dejando a su delgado cuerpecito perderse dentro. Su rostro mostraba el implacable paso de los años y llevaba el poco pelo que le quedaba, recogido bajo un pañuelo azul flojo anudado en la nuca.
Levantó la mirada y nuestras vidas se cruzaron en el preciso instante en que mis ojos se acostumbraban a la oscuridad en la que ella vivía. Aquella escena era sin duda un fotografía única, de esas en que con un simple disparo, cuentas toda una historia. Una oportunidad que pocas veces te tropiezas en un viaje y que consiguen que el esfuerzo de volar miles de kilómetros con el equipo fotográfico a cuestas, valga la pena.
Levanté mi cámara y las cejas en un mismo gesto, pidiendo permiso para fotografiarla. Me dijo que no con un dedo. Y sin preguntar nada más, bajé despacito la cámara y me quedé delante de la reja, sin consuelo y sin poder dejar de mirarla.
Ella siguió con su tarea aparentando indiferencia, aunque advertí, al cabo de unos segundos, que me miraba por el rabillo del ojo. Supuse que comprobaba si yo había desaparecido o si trataba de robarle un retrato prohibido. Al cabo de unos minutos y al ver que no tenía intención de marcharme, me sonrió tímida y me hizo señas para que entrara…
Después de ofrecerme la única silla que tenía y de indicarme cómo debía colocar la pata que tenía podrida para poder acomodarme sin caerme, se presentó y nos sentamos en medio de aquel pasillo tétrico y lleno de cucarachas que correteaban con descaro alrededor de nuestros pies. Contuve a duras penas el pánico que les tengo. No me sentía con derecho a tener miedo porque aquella amable mujer no se merecía tal falta de consideración por mi parte. Decidí dejar de mirar el suelo y perderme en sus ojos tristes en los que aún se adivinaba cierto desparpajo de juventud.
Terminó de doblar lo que me explicó, eran paños de vendaje con los que ella misma se curaba una úlcera en la pierna que padecía desde hacía más de un año y que no llegaba a cicatrizar. Como algunas heridas del alma, pensé. Que no llegan a cerrarse aunque pase una vida entera.
Rosa Mancebo me contó su vida y preguntó por la mía. Hablamos de amores olvidados, de amores del pasado y de amores prohibidos, a los que nombramos bajando la voz y tapándonos la sonrisa cómplice de la boca, como si se pudiera esconder el placer de haberlos vivido.
Rosa vivía de la caridad de sus vecinos. Y mientras conversábamos sin pensar en el tiempo, compartió conmigo la poca fruta que alguien le había llevado. La degustamos allí mismo, sentadas en aquel pasillo sucio y destartalado justo delante de la puerta de su «casa» que no era más que un pequeño trastero de cinco metros cuadrados y sin ventilación, que alguien le alquilaba por unos pocos pesos. En aquel espacio donde sólo había una cama con un colchón vencido y una cómoda rescatada de algún lugar de su pasado, apenas había sitio para moverse. Una diminuta cocinilla con el esmalte oxidado y apoyada sobre una madera podrida, era toda su cocina. Y en un escueto rinconcito, una mesita de tres patas sostenía los rostros enmarcados de aquellos a quien ella amó alguna vez…
Mientras observaba perpleja mi patético intento de acabarme aquella pringosa chirimoya, se burló de mí con un fingido reproche y me invitó a entrar en su pequeño hogar. Sin decir una palabra y antes de que pudiera negarme, empezó a lavarme cuidadosamente las manos en una palangana, vertiendo poquitos de agua desde un pequeño cubo de plástico. Porque Rosa, en el cuchitril donde llevaba viviendo los últimos quince años de su vida, no tenía lavabo, ni ducha, ni sueños. Pero a aquella pequeña mujer, de rostro surcado por el dolor del olvido, le sobraba grandeza, hospitalidad y ternura. 
Algunas horas después, y cuando llegó el momento de irme, me acompañó hasta la calle. Recorrimos esos pocos metros en silencio mutuo, aceptando lo efímero de aquel cruce de caminos.  Y ya en la reja, me agarró de la mano, me miró a los ojos y me dijo:
– Gracias «mija»…
– Gracias a usted, Rosa. Dije intentando deshacerme del nudo que se me aferraba a la garganta y que no me dejaba hablar. Por recordarme que las mejores fotografías no se hacen con una cámara.
2018. Santiago de Cuba.

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Viajar te cambia

Viajar te cambia

Cuando viajas se produce un extraño efecto mágico. Creces y empequeñeces al mismo tiempo. Creces, porque hay partes de ti que se expanden. El corazón se amplía y se estira como el cuero de un tambor, para hacer sitio a nuevas personas que se cuelan en él sin pedir permiso. Nuevos lugares se quedan para siempre a vivir en ti, porque ya no puedes dejar de sentirlos dentro, como una huella imborrable de la que no puedes desprenderte aunque quisieras…

Los sentidos se te disparan en una algarabía de sensaciones que ni siquiera intentas ordenar porque su caos te envuelve y te abandonas a él…

La mente se abre como un paracaídas cuando nuevas creencias, nuevos retos y nuevas experiencias empiezan a formar parte de lo que eres. Viajar te cambia. De pronto valoras cosas a las que antes no dabas importancia o en las que nunca habías reparado. Tomas conciencia de que lo que considerabas privilegios en tu vida, quizás no lo son tanto y de que en realidad, es probable que sin saberlo, estés viviendo con más carencias de las que pensabas, porque lo cierto es que de lo verdaderamente importante, tenemos demasiado poco…

Viajar te hace crecer, pero también te empequeñece. Te pone en tu sitio. Te ha ce sentir chiquito, ínfimo ante la magnitud de la naturaleza que descubres, ante la humildad y sencillez con la que sobreviven otros, ante la capacidad de disfrutar de las pequeñas cosas que algunos de nosotros hemos olvidado. Y es entonces, cuando desapareces ante la diferencia. El ego se calla y se queda sin argumentos porque a veces la vida, cuando quiere, es absolutamente contundente.

 Texto y Fotografía: Sandra Oval

 

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¿Y si no tuvieras miedo?

¿Y si no tuvieras miedo?

Cuando llegué a Namibia y mis botas pisaron aquella tierra arenosa que gritaba África en estado puro, mi pensamiento voló inmediatamente a mi infancia. Me recordé sentada tantas veces en el sofá de mi casa, con la mirada fija en la pantalla de un televisor obsoleto que me invitaba a perderme en los vivos colores del continente negro (qué paradoja lo de los colores…) Recordé sin dificultad el amasijo de sentimientos encontrados que bullían en mi estómago, curiosidad, miedo, pasión, pero sobre todo recuerdo aquella falsa seguridad que me envolvía al ver las tribus de aquellos documentales. Montones de personas casi desnudas y descalzas que cantaban canciones en un dialecto incomprensible, a veces alrededor de un fuego, algunos con lanzas en las manos, muchos con sus rostros pintados…y yo los observaba en silencio, envuelta en un alivio absurdo, creyéndome a salvo en mi mundo infantil presuntamente seguro. Lo que logra hacer por ti la ignorancia…

La brisa salpicada de arena me trajo de vuelta al presente. Por fin estaba en África. Convertida en un adulto entrando de bruces a esa madurez que otorgan los años y la necesidad de saldar cuentas pendientes con uno mismo. Namibia me daba la bienvenida desplegando ante mis ojos su extraordinaria belleza y custodiando celosamente sus incontables tesoros, vida salvaje en absoluta libertad y aquellas gentes extrañas, con sus extrañas costumbres que lejos de infundirme miedo alguno, despertaron en mí el amor rotundo por la diferencia. Regalos eternos que seguían allí, esperando a ser descubiertos por aquella niña asustada que una vez fui. En mi mochila repleta de pasiones y certezas ya no quedaba sitio para el miedo…

La diversidad cultural de las etnias de este impresionante continente, es pura magia indescriptible de esa que te arrebata el corazón y jamás te lo devuelve. Algarabía de colores que enmascaran el silencio mudo de una tierra azotada por el dolor. Naturaleza en estado puro que nada esconde en sus llanuras salvo quizás, esa tácita condena a la desaparición que asoma tímida en las miradas profundas de esta tierra única, que lucha cada día por la supervivencia, mientras el mundo entero sigue mirando hacia otro lado…      Si alguien me hubiera preguntado hace 40 años qué haría si no tuviera miedo, le hubiera contestado: «…viajar a África…”

Texto: Sandra Oval

Fotografía: Juanma Izquierdo y Sandra Oval

 

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Puente hacia la felicidad

Puente hacia la felicidad

Espabila. El tiempo pasa y la vida sigue invitándote a que la vivas. No sé tú…pero yo me desperté un día y me di cuenta de que el tiempo tiene los días contados, de que a veces es ahora o nunca y de que prefiero arrepentirme de mis renglones torcidos que llorar por lo que se me quedó en el tintero. Que malo conocido no siempre vale más que bueno por conocer y que cientos volando son mucho más felices porque un pájaro atrapado se muere de tristeza.

Y si al final sólo se trataba de reír a carcajadas hasta que me doliera la quijada y de amar sin miramientos hasta que mis cicatrices acabaran convirtiéndose en condecoraciones de guerra? Y si después de todo, lo único importante era comerme a dentelladas la vida sin hacer preguntas y sin esperar respuestas?

Y si al final sólo se trataba de gastar el tiempo, de sumergirme en el ahora y vivir lo que sueño? Y si era tan fácil como hacerme una hoguera y quemar mis patéticas excusas y mis fantasmas inútiles y luego escupir en ella mi maldito hábito de quedarme varada en la rutina…? Y si tatuarme en el alma unas alas no era tan descabellado? 

Piérdete un poco, anda, que no siempre el camino que conoces te lleva a donde siempre quisiste estar. A veces hay que explorar y mirar a la cara al miedo, que los fantasmas nunca están ahí cuando uno enciende la luz. Y por favor…no mires atrás. Allí no hay nada nuevo y tú, ya no vas en esa dirección…

No sé tú… pero yo, hace un tiempo que solté amarras. Esas que me mantenían siempre a flote soñando con navegar mar adentro, pero continuamente dormida al abrigo del puerto. Decidí cruzar el puente hacia la felicidad y aunque suene a “carretera hacia el cielo”… te aseguro que aún no me he muerto. De hecho, estoy más viva que nunca.   Y si al final sólo se trataba de cerrar los ojos, abrir los brazos…y saltar? 

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El cementerio del desierto

El cementerio del desierto

Llegar al desierto más antiguo del mundo despierta en tu interior una sensación extraña. El silencio se abre paso por la boca de tu estómago invadiéndote una profunda serenidad difícil de explicar. La inmensidad de su imponente presencia te convierte al instante en un ser vulnerable y expuesto a merced de la arena, la única que ostenta la autoridad más absoluta en un rincón del mundo en el que el tiempo permanece detenido por castigo…

El dramático paisaje del Deadvlei despliega ante tus ojos el escenario sobrecogedor de un cementerio olvidado. Tétrico y fantasmagórico retazo del recuerdo, los árboles muertos del Deadvlei, de 900 años de antigüedad, elevan sus ramas secas hacia el cielo africano. Fantasmas erguidos en un tributo a la vida,  se niegan a abandonar la cuenca seca de un pantano escondido, otrora espejo de las estrellas del sur, custodiado por las dunas más elevadas y más antiguas del mundo.

En este lugar se mezclan la muerte y la supervivencia. La nostalgia del pasado y la magia del presente. Colores imposibles que contrastan entre sí de forma caprichosa en la que todos ellos rivalizan en protagonismo. Se te pierde la mirada entre tanta belleza. Cada cadáver es una fotografía, cada fantasma una historia, un impactante homenaje a la arbitrariedad de la naturaleza…

Hay lugares que uno jamás debería perderse. Lugares con alma que susurrarán dentro de la tuya para siempre…Nos marchamos del desierto del Namib en silencio, casi con miedo a volver la mirada y que, en un descuido, su energía nos atrapara sin clemencia y sus fantasmas nunca nos dejaran salir de allí.

Sin embargo, ahora que ya estamos en casa…sólo pensamos en volver…

Texto y Fotografía: Sandra Oval

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