Viajar te cambia

Viajar te cambia

Cuando viajas se produce un extraño efecto mágico. Creces y empequeñeces al mismo tiempo. Creces, porque hay partes de ti que se expanden. El corazón se amplía y se estira como el cuero de un tambor, para hacer sitio a nuevas personas que se cuelan en él sin pedir permiso. Nuevos lugares se quedan para siempre a vivir en ti, porque ya no puedes dejar de sentirlos dentro, como una huella imborrable de la que no puedes desprenderte aunque quisieras…

Los sentidos se te disparan en una algarabía de sensaciones que ni siquiera intentas ordenar porque su caos te envuelve y te abandonas a él…

La mente se abre como un paracaídas cuando nuevas creencias, nuevos retos y nuevas experiencias empiezan a formar parte de lo que eres. Viajar te cambia. De pronto valoras cosas a las que antes no dabas importancia o en las que nunca habías reparado. Tomas conciencia de que lo que considerabas privilegios en tu vida, quizás no lo son tanto y de que en realidad, es probable que sin saberlo, estés viviendo con más carencias de las que pensabas, porque lo cierto es que de lo verdaderamente importante, tenemos demasiado poco…

Viajar te hace crecer, pero también te empequeñece. Te pone en tu sitio. Te ha ce sentir chiquito, ínfimo ante la magnitud de la naturaleza que descubres, ante la humildad y sencillez con la que sobreviven otros, ante la capacidad de disfrutar de las pequeñas cosas que algunos de nosotros hemos olvidado. Y es entonces, cuando desapareces ante la diferencia. El ego se calla y se queda sin argumentos porque a veces la vida, cuando quiere, es absolutamente contundente.

 Texto y Fotografía: Sandra Oval

 

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¿Y si no tuvieras miedo?

¿Y si no tuvieras miedo?

Cuando llegué a Namibia y mis botas pisaron aquella tierra arenosa que gritaba África en estado puro, mi pensamiento voló inmediatamente a mi infancia. Me recordé sentada tantas veces en el sofá de mi casa, con la mirada fija en la pantalla de un televisor obsoleto que me invitaba a perderme en los vivos colores del continente negro (qué paradoja lo de los colores…) Recordé sin dificultad el amasijo de sentimientos encontrados que bullían en mi estómago, curiosidad, miedo, pasión, pero sobre todo recuerdo aquella falsa seguridad que me envolvía al ver las tribus de aquellos documentales. Montones de personas casi desnudas y descalzas que cantaban canciones en un dialecto incomprensible, a veces alrededor de un fuego, algunos con lanzas en las manos, muchos con sus rostros pintados…y yo los observaba en silencio, envuelta en un alivio absurdo, creyéndome a salvo en mi mundo infantil presuntamente seguro. Lo que logra hacer por ti la ignorancia…

La brisa salpicada de arena me trajo de vuelta al presente. Por fin estaba en África. Convertida en un adulto entrando de bruces a esa madurez que otorgan los años y la necesidad de saldar cuentas pendientes con uno mismo. Namibia me daba la bienvenida desplegando ante mis ojos su extraordinaria belleza y custodiando celosamente sus incontables tesoros, vida salvaje en absoluta libertad y aquellas gentes extrañas, con sus extrañas costumbres que lejos de infundirme miedo alguno, despertaron en mí el amor rotundo por la diferencia. Regalos eternos que seguían allí, esperando a ser descubiertos por aquella niña asustada que una vez fui. En mi mochila repleta de pasiones y certezas ya no quedaba sitio para el miedo…

La diversidad cultural de las etnias de este impresionante continente, es pura magia indescriptible de esa que te arrebata el corazón y jamás te lo devuelve. Algarabía de colores que enmascaran el silencio mudo de una tierra azotada por el dolor. Naturaleza en estado puro que nada esconde en sus llanuras salvo quizás, esa tácita condena a la desaparición que asoma tímida en las miradas profundas de esta tierra única, que lucha cada día por la supervivencia, mientras el mundo entero sigue mirando hacia otro lado…      Si alguien me hubiera preguntado hace 40 años qué haría si no tuviera miedo, le hubiera contestado: «…viajar a África…”

Texto: Sandra Oval

Fotografía: Juanma Izquierdo y Sandra Oval

 

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Puente hacia la felicidad

Puente hacia la felicidad

Espabila. El tiempo pasa y la vida sigue invitándote a que la vivas. No sé tú…pero yo me desperté un día y me di cuenta de que el tiempo tiene los días contados, de que a veces es ahora o nunca y de que prefiero arrepentirme de mis renglones torcidos que llorar por lo que se me quedó en el tintero. Que malo conocido no siempre vale más que bueno por conocer y que cientos volando son mucho más felices porque un pájaro atrapado se muere de tristeza.

Y si al final sólo se trataba de reír a carcajadas hasta que me doliera la quijada y de amar sin miramientos hasta que mis cicatrices acabaran convirtiéndose en condecoraciones de guerra? Y si después de todo, lo único importante era comerme a dentelladas la vida sin hacer preguntas y sin esperar respuestas?

Y si al final sólo se trataba de gastar el tiempo, de sumergirme en el ahora y vivir lo que sueño? Y si era tan fácil como hacerme una hoguera y quemar mis patéticas excusas y mis fantasmas inútiles y luego escupir en ella mi maldito hábito de quedarme varada en la rutina…? Y si tatuarme en el alma unas alas no era tan descabellado? 

Piérdete un poco, anda, que no siempre el camino que conoces te lleva a donde siempre quisiste estar. A veces hay que explorar y mirar a la cara al miedo, que los fantasmas nunca están ahí cuando uno enciende la luz. Y por favor…no mires atrás. Allí no hay nada nuevo y tú, ya no vas en esa dirección…

No sé tú… pero yo, hace un tiempo que solté amarras. Esas que me mantenían siempre a flote soñando con navegar mar adentro, pero continuamente dormida al abrigo del puerto. Decidí cruzar el puente hacia la felicidad y aunque suene a “carretera hacia el cielo”… te aseguro que aún no me he muerto. De hecho, estoy más viva que nunca.   Y si al final sólo se trataba de cerrar los ojos, abrir los brazos…y saltar? 

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El cementerio del desierto

El cementerio del desierto

Llegar al desierto más antiguo del mundo despierta en tu interior una sensación extraña. El silencio se abre paso por la boca de tu estómago invadiéndote una profunda serenidad difícil de explicar. La inmensidad de su imponente presencia te convierte al instante en un ser vulnerable y expuesto a merced de la arena, la única que ostenta la autoridad más absoluta en un rincón del mundo en el que el tiempo permanece detenido por castigo…

El dramático paisaje del Deadvlei despliega ante tus ojos el escenario sobrecogedor de un cementerio olvidado. Tétrico y fantasmagórico retazo del recuerdo, los árboles muertos del Deadvlei, de 900 años de antigüedad, elevan sus ramas secas hacia el cielo africano. Fantasmas erguidos en un tributo a la vida,  se niegan a abandonar la cuenca seca de un pantano escondido, otrora espejo de las estrellas del sur, custodiado por las dunas más elevadas y más antiguas del mundo.

En este lugar se mezclan la muerte y la supervivencia. La nostalgia del pasado y la magia del presente. Colores imposibles que contrastan entre sí de forma caprichosa en la que todos ellos rivalizan en protagonismo. Se te pierde la mirada entre tanta belleza. Cada cadáver es una fotografía, cada fantasma una historia, un impactante homenaje a la arbitrariedad de la naturaleza…

Hay lugares que uno jamás debería perderse. Lugares con alma que susurrarán dentro de la tuya para siempre…Nos marchamos del desierto del Namib en silencio, casi con miedo a volver la mirada y que, en un descuido, su energía nos atrapara sin clemencia y sus fantasmas nunca nos dejaran salir de allí.

Sin embargo, ahora que ya estamos en casa…sólo pensamos en volver…

Texto y Fotografía: Sandra Oval

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Kolmanskop. La ciudad olvidada.

Kolmanskop. La ciudad olvidada.

Llegamos a Kolmanskop por la tarde. Esperábamos poder fotografiar la famosa ciudad fantasma al atardecer, con esas luces mágicas a las que yo soy tan adicta. Sin embargo nos encontramos con una valla que nos impedía el paso y un guarda ensimismado barriendo arena alrededor de una garita solitaria donde, en principio, podríamos adquirir el permiso para entrar por la mañana.

Mientras Pocket, mi compañero, se bajaba del coche para preguntar si podíamos pasar, me quedé pensando en si realmente aquel hombre de uniforme desgastado estaba barriendo la arena del desierto. El mismo desierto imponente que nos rodeaba en aquel momento a los tres y que invadía por completo la ciudad fantasma de Kolmanskop que esperaba, justo delante de nosotros,  en el más absoluto abandono. ¿Está barriendo el desierto? ¿En serio?

A la mañana siguiente y después de desayunar un café recién hecho y un poco de pan con mantequilla, nos dirigimos a la pequeña ciudad fantasma. Construida a principios del siglo XX para alojar a las familias de mineros de diamantes de la zona, sucumbía triste al embate del tiempo y al asedio de un desierto indómito que sin pedir permiso, la iba enterrando lentamente bajo toneladas de arena. 

No había nadie cuando llegamos. Amanecía. Sacamos nuestras cámaras, nos echamos las mochilas a espalda y tomamos direcciones diferentes. 

Kolmanskop nos abrió de par en par las puertas de sus historias enterradas bajo el olvido. Y nosotros nos olvidamos del tiempo. Nos perdimos entre sus paredes descoloridas y los tristes suelos de madera que crujían como ahogados lamentos bajo nuestros pies. Las voces de los niños correteando por las estancias ahora desoladas, retumbaban en el eco del silencio sólo interrumpido por el aullido del viento que, deslizándose entre las bisagras oxidadas de las escasas puertas que aún quedaban en pie, parecía ser el único habitante permanente de aquel aciago lugar.

Como si el tiempo pudiera plegarse, se abrió ante mi un escenario repleto de vidas ajenas. De pronto había luz en las estancias, los colores emergieron de las paredes,  los tablones del suelo, encerados. A mi alrededor, alacenas llenas de platos, libros amontonados, colchas sobre las camas, juguetes por el suelo, bullicio en la cocina. Ruido.

Sin poder evitarlo, en cada rincón, en cada recoveco, me fueron invadiendo los susurros del pasado. Mujeres pariendo a la luz de los candiles, aromas de rebanadas de pan caliente y café recién hecho flotando escaleras arriba, confesiones escondidas entre páginas de un diario furtivo oculto bajo el colchón, amores clandestinos, canciones de cuna, sueños imposibles…

De repente me convertí en un espectador privilegiado, pasaba completamente desapercibida entre ellos, invisible a sus ojos, disfrutando de aquel ir y venir de vidas trenzadas en historias de amor, dolor y esperanza. Quizás porque ellos no me veían a mí, me sentí libre de observar y escuchar sin pudor. Y fue entonces cuando caí en la cuenta del ruido que hacen los demás en nuestras vidas. Un ruido al que nunca prestamos atención, salvo cuando nos invade el implacable silencio que deja en el alma la ausencia de alguien. Y de pronto te quedas sin luz, se apagan los colores y te entierras en el olvido. 

Mientras aquellas tristes paredes me contaban sus historias. Me senté en aquel desvencijado suelo de madera cubierto de arena y escuché en silencio y sin prisas, todas las historias que aquellas paredes olvidadas quisieron contarme a través de mi objetivo.

Texto y Fotografías: Sandra Oval

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